Nacen en silencio. Sus raices abundan subrepticiamente sobre la tierra fijando su espacio casi de puntillas. Sus movedizas arenas apenas dejan entrever en lo que luego se convertirán.
Poco a poco sus esqueletos vivos, de sabia y de madera, se conforman gracias a la luz y al impulso que los seres celestes han ido ejerciendo sobre ellos. Sin embargo pronto se alzarán en taludes casi solitarios, frondosos y omnipresentes y no recordarán los elementos que les ayudaron a crecer, a convertirses en el eje de un inmenso bosque.
Se tornan recelosos de su entorno y grandilocuentes en su magna posición que les hace ver todo desde un punto de vista cenital, a los que pocos seres humanos llegamos casi a asomarnos. Esos árboles nos demuestran entonces su hegemonía y nosotros, seres de carne y hueso siempre volátiles y prescindibles, apenas susurramos un poco de la ayuda que un día les prestamos.
La naturaleza como la humanidad cambia y un día, tal y como reza un dicho hindú, "el ruido de un árbol cayendo nos impide escuchar como crece el bosque". En ese momento, donde todos mostramos nuestro verdadero espíritu, el estruendo de la caída se torna insoportable y los pequeños ejemplares que siguen creciendo sin hacer ruido apenas son perceptibles. Un momento sin duda para recordar donde estamos, de dónde venimos y quienes nos rodean en este dificil entramado verde que es la vida...
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